Mira, al menos yo lo veo así. No veo fotos, o no solo
fotos. Veo todo lo que no es foto en la foto, veo los
paseos, la vida, la deriva, veo las circunstancias y
en ellas veo una actitud, un gesto, una acción. Y no
solo veo cosas, huelo. Huelo a gasolina adulterada,
a mar, a perfume barato y a perfume caro, a
fritanga, a saliva, a hibisco, a buganvilla, a huevos
fritos y hachís, a menta, a monocotiledóneas, a
dicotiledóneas, a estambre, a pistilo, a pétalo y otra
vez a gasolina.
Igual a ella no, pero al menos a mí me hace un
poquillo de gracia que Rocío se apellide ‘Madrid’
porque sus fotos sudan periferia. Periferia
entendida de una manera algo desbocada. La
periferia geopolítica. Que si pensamos en Melilla
pensamos por antagonismo en Madrid, pero
también hay periferia de la belleza, periferia de
la ilusión, periferia de Europa, periferia de la
juventud.
No creo que el asunto sea la belleza, pero también,
o también de otro modo. Quizás de belleza
también geopolítica, como los churros con té
moruno que sirven en Melilla. Pura cartografía
hecha con grasa, aceite requemado, nudillos
hechos polvo, póster con palmeras y techno árabe
sonando en el móvil.
Melilla es una encerrona de la historia. Es un
espacio físico ultra-localizado, amurallado, acotado, acordonado pero que, por supuesto, tiene
suras, callejuelas, surcos por los que entra la luz y la brisa. La relación con el espacio es otra, en
especial aquellos días en los que no se pudo salir
hacia Marruecos. Deambular así debe signi car
otra cosa. Rocío deambula como una âneuse, esas
criaturas entre míticas y reales que derivaban por
las incipientes ciudades modernas hace cien años,
observando, vagabundeando, buscando el ángulo
ciego de la ciudad frente al orden y la funcionalidad.
La racionalidad y la cartografía con las que se
diseñan los países y las ciudades, esa vista de pájaro
imperturbable contrasta con la vista a pie de calle.
Los recorridos de Rocío son la inversión de esa
cartografía castrense, instrumento de control que
dibuja a Melilla como un trofeo absurdo. Caminando
aparece lo sensible y lo concreto. Caminando con
Rocío aparece un hedonismo melancólico, un
orgullo trash, una modernidad que no ha llegado del
todo o que está oxidada, hecha polvo.
Aquí y allá encontramos coches, cochazos y bugas,
motos y motos de agua, medios de transporte
para estar en otro lado, lejos, donde sea, pero que
también nos hablan de su dueño. No es lo mismo
un Mercedes, muy connotado de una estética
árabe, que una Vespino o la moto de agua que
me hace pensar en ricachones tanto como en
contrabando. Muchas de esas máquinas de deseo,
desplazamiento y ostentación están deshechas,
desmembradas, trituradas, carbonizadas,
corroídas o incluso ausentes debido quién sabe
si a un robo o a una intervención de la grúa
municipal. Conviven junto a vallas, muchas vallas,
no todas son la valla, hay otras vallas. Pero por los huecos de esas vallas se cuelan el humo de los
porros, las miradas y el Rai.
Melilla es un lugar fronterizo, pero no estamos
ante una mirada binaria, de Occidente contra
Oriente, de centro y periferia, de lujo y miseria. En estas fotografías todo sucede a la vez, todo es
queer, marica, ambiguo, transitorio y fragmentario.
Y está lleno de ausencias. Hay jirones de
ropa, pero no cuerpos; hay cicatrices, pero no
accidentes; hay ruedas, pero no coches; resaca,
pero no alcohol; motos de agua sin agua, ni lujo, ni
verano. No están, pero lo vemos todo. Decadencia
y frescura, transición, turistas de sí mismos,
vertederos de vida, pretensiones y decepciones,
in erno de belleza, ruinas y subidones.